martes, 20 de mayo de 2008

Zapatos italianos

Henning Mankell
Tusquets - 2006


Hace tiempo pensaba en la precisión de la palabra en aquellas novelas no policiales de escritores cuyo fuerte es (en tanto reconocimiento de la obra) la novela policial. Zapatos italianos es una de esas novelas. Y, a su vez, es una historia que trasciende a un género, porque sin ser policial, lo es; sin ser una novela de amor, lo es; sin ser un mural de color local, lo es. Y así pasando por la novela de iniciación, la novela erótica, el el diario íntimo, el registro periodístico. La traducción de Graciela Montes Cano casi no se nota: es una cicatriz cuyo rastro deja al descubierto una forma de belleza y la imposibilidad de acudir al libro en el idioma original. En definitiva, el texto no se muestra dañado a ojos del lector en español. Mankell es un virtuoso que maneja los hilos del relato con un ritmo tal que, sin necesidad de hacer vertiginosa la lectura, provoca ganas de seguir leyendo el libro. En síntesis, parece haber dado con la cadencia justa para narrar lo que narra. Y, por si fuera poco, habla del amor y del discurso amoroso; de la fantasía; de lo im/posible.

Otra de las virtudes del escritor sueco reside en exponer varios tipos de llagas sin resultar obsceno ni desagradable. De ese modo, desafecta el texto de todo rastro de golpe bajo e instala una dimensión poco habitual: una cara límpida del dolor; una muestra indiscutible de algunas bajezas extremas con palabras que las eximen de provocar revulsión para dar paso a una tensión que se instala muy cerca al drama existencial, de las preguntas profundas como las aguas heladas de la laguna que es parte de una promesa de amor en el relato. El por qué del título es, entre otras cosas y en el tránsito de la lectura, una muestra de la sutileza del relato.

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lunes, 19 de mayo de 2008

Maldita palabra

El origen de la poética está profundamente ligado a los dioses. La poesía es el acto de la concreción de la palabra divina en lengua terrena, el tránsito de la escritura; el poema es la palabra ya escrita, el hecho consumado. Las musas, damas preciadas y vehículos de la palabra divina, eran quienes entregaban, a los poetas griegos, los decires de los dioses para que se encargasen de dejar su trazo en el mundo. Eso fue lo que le sucedió a Homero, mera herramienta de escritura de La Ilíada y La Odisea, narrador mítico, fundador de la poética occidental y personaje cuya inexistencia es tan probable como su posible paso por la Tierra. La palabra divina, cedida al hombre (inspiración por fuera de su interpretación, por fuera de sus impulsos, por fuera de su vida pero irremediablemente ligada a ella) es la que modeló el modo de concebir la literatura en occidente. Una cesión que le dio un sustento escrito a la palabra divina, un transporte concreto al concepto religioso del mundo, que le confiere al poeta el lugar del elegido de los dioses; una extensión en la tierra del más puro y supremo de los poderes. Sin embargo, así como el tiempo cronológico es el tiempo de la evolución de las especies, el tiempo lógico es el de la torsión del sentido divino en la literatura. Torsión en la que el hombre fue apropiándose de la lengua; entendida ésta en el más amplio sentido de su definición: no sólo como idioma natural sino como constitución del discurso literario. La primera ruptura sucede, entonces, cuando la palabra escrita se separa de la divinidad, se yergue como independiente del poder y lo cuestiona. Entra a tallar, entonces, el lenguaje, lo que estructura.

Sesgando el sentido religioso a la apropiación de un espacio de poder simbólico –y a su modo de coerción traducido en promesas de salvación y amenazas de castigos e infiernos–, era de esperar que cualquier forma de subversión de esa dominación tuviera, como consecuencia, el mote de maldito sobre aquel que osase sostener, en el acto de la escritura, su propio discurso: en contra de la moral religiosa, en un comienzo; en contra del status quo en la era contemporánea. La señal/marca de lo maldito rompe con su acepción original de disvalor y, termina por ser representación de la revolución en el sentido más radical y simbólico que pueda tener el efecto de la escritura: discurso construido a partir del reconocimiento de la palabra como el bastión irreducible del sujeto. A pesar de aplicar tormentos, destierros, persecución y muerte, la cultura occidental (y lo que nos es dado saber de ella) ha visto con ojos sorprendidos la contínua aparición de poetas que han cuestionado no sólo el discurso dominante, sino el hueso mismo de la palabra.

La Iglesia Católica tomó el estandarte moral de occidente y produjo una de las manifestaciones más evidentes de la reacción del poder ante la torsión del sentido de la palabra: la Inquisición y su metáfora literaria, un libro sobre libros prohibidos, el Index Librorum Prohibitorum et Expurgatorum que, créase o no, funcionó hasta 1966. Una breve lista de algunos de los autores incluidos en esa aberración, producto de la ceguera y la pobreza simbólica más exasperante, da una dimensión de la desmesura y la ineficiencia represiva cuando de mundo simbólico se trata: Gide; Balzac, Cervantes, Quevedo, Swift; Dumas, Dumas(h), Sartre; Rabelais; Bocaccio y France. Los libros que fueron incinerados dieron paso a hombres y mujeres que fueron incinerados. La persecución, la destrucción, la muerte en nombre de lo divino, mutó en la persecución, destrucción y muerte en nombre de los más altos valores morales de una sociedad. La caza de brujas impulsada por la Inquisición dio su nombre a feroces persecuciones en nuestro tiempo, desde los excluidos/perseguidos por McCarthy en Hollywood, hasta los intelectuales asesinados y desaparecidos por el gobierno genocida construido desde otra peligrosa trinidad: la junta militar que asaltó el Estado en Argentina en 1976. Más allá de eso, el poder subversivo de la palabra huye del fuego. De todos los fuegos. Apostar a ese poder es apostar a una vida digna, a una riqueza que está más allá de todo intento de exterminio.

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martes, 6 de mayo de 2008

Nine Inch Nails - Pretty Hate Machine

TVT Records - 1989


La semilla de Pretty Hate Machine data de cuando Trent Reznor, líder y alma pater de NIN, trabajaba como portero en un estudio de grabación. Haber sido gestado en las llamadas "horas muertas", parece haber embebido a esas canciones de un halo de oscuridad, de lugar viciado, de desparpajo. A la potencia natural de las canciones y a la voz casi susurrada de Reznor se le suma el notable -sin ser notorio en el sentido divo del término- y eficaz trabajo de Flood (productor de U2, Smashing Pumpkins y Depeche Mode, colaborador de Cave, entre otras virtudes) que termina por redondear una muy interesante y poderosa máquina sonora. Escucharlo, más de 20 años después de su lanzamiento, es como dar con un mapa del tiempo en el cual descubrimos rastros de lo que iba a ser la música electrónica en su costado más oscuro.



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Micah P. Hinson - The Baby and the Satellite

Sketchbook - 2005


Las grabaciones que Micah P. Hinson hizo con instrumentos prestados en algún momento de su vida, acuñaron las 8 canciones que componen The baby & the satellite, segundo disco editado por el norteamericano pero primero de todos en su concepción. Producto de una vida más que agitada que tuvo un punto de inflexión en su paso por la cárcel, condenado por falsificar las recetas que usaba en las farmacias para conseguir sus pastas, y con Johnny Cash como un faro a la distancia, el disco tiene un aire de folk carcelario y destilan una nostalgia que lo pone en un punto de comparación directa con Nick Cave y Tom Waits. Dueño de una voz que lo distingue por personalidad y potencia narrativa, construyó los coros del disco superponiendo, en los estudios, su propia voz, forjando una suerte de gospel íntimo y privado; apostó a un sonido más árido y lanzó al mundo un disco crudo, mínimo en muchos pasajes; una búsqueda que se parece más a un encuentro con sus propios modos de expresión.



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La Isla del Tesoro

Robert Louis Stevenson
Selecciones Juveniles de Editorial Eva - 1963


Jorge Luis Borges sostenía que los mejores libros son aquellos que se leen, nunca los que uno escribe. Más allá de la precisión o no del asunto, sostuvo sus dichos con una relectura constante de la obra de Robert Louis Stevenson, en quién reconoce a uno de sus maestros. La Isla del Tesoro es un escrito que marcó a fuego la novela de aventuras y plantó bandera, precisamente, dándole entidad propia de subgénero a la novela de piratas y búsqueda de tesoros y constituyéndose en una novela de iniciación en los clásicos de la literatura universal. Inspirada en el dibujo de un mapa que hizo su hijastro, Stevenson construye su propio mapa y con él la trama de la novela. Los primeros capítulos los forjó a pura tertulia familar, incluyendo a su padre, de quien Stevenson tomó la meticulosa descripción que hizo del contenido del cofre del tesoro del pirata Boone. Esta novela de Stevenson fue la que introdujo en el mundo simbólico de su época (y de las subsiguientes) la estética de los piratas en islas del mar Caribe; los loros sobre los hombros; los parches que reemplazan cuencas de ojos vacías y los ganchos que reemplazan manos y las patas de palo que reemplazan piernas; los mapas de tesoros en islas indómitas; las señales de su localización con una ó más X rojas. Tomando lo que estaba a su disposición (el Robinson Crusoe de Daniel Defoe, el Moby Dick de Herman Melville, entre otras influencias concientes o no), hizo lo que un buen chef: preparar con buenas materias primas un plato único, sabroso, que perdura en la memoria. Como si esto fuera poco, La Isla del Tesoro es, también, una lectura sobre el sentido social del uso del dinero y una elipsis moral sobre la ambición humana.

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