sábado, 27 de octubre de 2007

Sábado

Sábado
Ian McEwan
Anagrama - 2005


Ian McEwan escribió una novela que no es sobre lo que aparenta ser: está llena de trampas y espejos de kermesse; plagada de señuelos. Lo que salta a la vista -y se lee en/sobre este libro y hasta parece ser una obviedad- es que su totalidad transcurre un día sábado. Gran espejismo: si bien muchos de los acontecimientos centrales transcurren en ese sábado en la vida de Henry Perowne -McEwan los relata cronológicamente transitando el día a la par de la novela-, Sábado está llena de ramificaciones, de caminos que se apartan de lo que puede considerarse su corpus para volver a ella y refrescarla, darle otro sentido, subrayar un concepto. En ese mismo orden se encuentra el mayor hallazgo de la novela: trasladar, con aparente ingenuidad, el miedo globalizado al miedo más íntimo y profundo. McEwan nos lleva a este paseo: sale de un comienzo con un avión en llamas que remite -tanto al personaje como al lector- a los ataques a las Torres Gemelas, para llegar a una situación de violencia íntima en la propia casa de Perowne, con una breve escala en una escaramuza callejera. El virtuosismo de McEwan para esos relatos escalofriantes -de una tensión dramática que dan ganas de arrojar el libro por el aire pero que, a su vez, atrapan la atención como un pase mágico-, rasga la idea del imperio de un miedo ajeno, inconsulto, masivo y masificado, vencido por ese otro miedo de menor magnitud pero de una intensidad incomparabale; momento en el que la vida está en juego y el pellejo se crispa. De ese modo, McEwan le hace un amague a la presión de tener que decir algo sobre el 11-S y sus coletazos en Europa, sitúa la novela en ese momento del tiempo, se vuelve sobre el detalle,sobre lo cotidiano y pone el acento sobre algo que en la globalización se pierde sin demora: los avatares de la vida de cada quien.

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jueves, 18 de octubre de 2007

La leyenda del Santo Bebedor

La leyenda del Santo Bebedor
Joseph Roth
Anagrama - 1981


En muchas lecturas hay una curiosidad que lleva a preguntarse cuánto de lo que se narra le ha acontecido al autor. Sobre todo en aquellas novelas que transcurren en algún momento del tiempo dentro de Lo Contemporáneo de quien la escribió. En esta nouvelle de Joseph Roth se juegan esas cosas. Quizás porque la vida del escritor (nacido en el corazón del Imperio Austrohúngaro es decir un lugar sin límites precisos) y sus versiones sobre su propia historia han armado un rompecabezas contradictorio y mítico: judío converso al catolicismo; arruinado financieramente; perseguido por el nazismo y exiliado en París; bebedor empedernido; muerto en medio de un delirium tremens.

Lo que La leyenda del Santo Bebedor propone (quizás sin proponérselo) es una parábola: a partir de un encuentro -que se supone- casual Andreas Kartak contrae una deuda que debe honrar en una capilla a Santa Teresita de Lisieux y lo que esa promesa de cumplimiento implica para el personaje, las reiteradas faltas, las reiteradas postergaciones. Como es de esperar, Kartak se topa con la suma necesaria para devolver el dinero pero, inevitablemente, sucumbe al imán de los bares y, vez a vez, la promesa se rompe. Y nace otra, un poco más allá en el tiempo, una semana más, sólo eso. Semana que, en ese momento de la vid de Kartak, equivale a un mundo en sí. No hay, en el relato, ni una mirada compasiva ni comprensiva sobre el vicio de la bebida: es lo que es y tiene los efectos que tiene. Kartak no se engaña sino que postergando y postergándose; confía en la redención, en otro pequeño milagro que también llega; y vuelve a distraerse, a salirse de foco. Kartak no tiene intenciones, sino una profunda convicción. Que de tan profunda es engañosa.

La leyenda del Santo Bebedor carece de moraleja y tiene un final que se acerca, cada vez más, al convencimiento ciego, a la fe religiosa de Kartak y a la forma de su cumplimiento; un final que subraya la esencia del personaje y que, a su vez, habla de su debilidad, de su necesidad imperiosa de que algún otro pueda dar fe de lo que es: un hombre de honor, circunstancialmente harapiento como buen clochard parisino; una figura de la pobreza que hasta puede ser considerada de un extraño concepto poético. En definitiva, Roth habla del Destino y de cómo el personaje sucumbe a lo que no puede torcer, a ese camino que no puede dejar de transitar. Los milagros no hacen sino poner el acento en la distancia entre lo que pudo ser a lo que, simple y llanamente, ha sido de la vida narrada de Andreas Kartak.

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Dave Grusin - The Gershwin connection

GRP Records - 1991



Si a alguien le preguntan por Dave Grusin, probablemente le resulte muy dificil responder de quién se trata. Sin embargo si al llamado Gran Público se le preguntan por películas como El graduado, Reds, Tootsie o Los fabulosos Baker Boys; o por series de tevé como Baretta, Columbo, Ladrón sin destino o Jim West, podrá contestar sin mayores dificultades. Resulta ser que todos esos títulos tienen un responsable en su banda de sonido que es, como cae de maduro, el viejo Dave. The Gershwin connection es, ni más ni menos, que la música del gran compositor estadounidense que, valga la concordancia, logró amalgamar de un modo único el jazz, la música clásica y la popular de las obras de Broadway. El agregado de Grusin y su banda está en la impecable vuelta de tuerca sonora y en un necesario aggiornamiento que hace pie en el respeto por la obra original que traslucen los 13 temas del disco.


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viernes, 12 de octubre de 2007

Mutabaruka - Check it!

Alligator Records - 1983


Mutabaruka es el nombre elegido por Allan Hope para representar su enorme cambio: su conversión del catolicismo a la religión rastafari de su Jamaica natal; su abandono del "mundo civilizado" y su retiro a la montaña; su trueque de un puesto en un banco a la aspereza de ser un poeta dub. Check it! es un disco en el que el raggae y otros sonidos caribeños fluyen para armar un discurso de un alto contenido político, rico en matices musicales, con un desempeño vocal que causa sorpresa y cuya música es usada, de un modo militante, como un arma tan efectiva (punto de extensión para discutir el concepto de efectividad) como la poesía. El discurso contra el dominador blanco hace que muchos blancos que gustan del reggae desconfíen de este radical militante de la palabra. Así como Cassius Clay devino en Mohamed Alí, Allan Hope devino en Mutabaruka para aplicar el golpe de la minoría en el oído del blanco opresor.


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jueves, 11 de octubre de 2007

Acerca del tiempo suspendido

Mi abuelo me regaló mucho más que un libro de aventuras: me ofreció un marco de referencia desde el cual poder pensar y preguntarme sobre la vida -años más tarde y habiendo decantado la fascinación-; motivo por el cual Ella, de H. Rider Haggard, se convirtió para mí, al decir de Henry Miller, en el libro que todo escritor debería volver a leer: aquel que, en su infancia, lo inició como lector y, sin saberlo entonces, como escritor. Cuando mi abuelo me entregó el libro me entregó la posibilidad de pensar la idea de la eternidad como tiempo suspendido, presente en esa novela. Allí, con personajes sobreviviendo a un naufragio y con la vida siempre en riesgo; atravesando selvas llenas de amenazas de muerte y peligros al acecho; lo que se impone es la eternidad. Eternidad entendida como inmortalidad del cuerpo y la lucidez: Ayesha, reina de una perfección y belleza tal que subyuga y somete a cualquier hombre en el preciso momento de mirar su rostro por (eterna y única) primera vez. Un fuego fatuo la mantiene joven y lozana, hermosa e íntegra, detenida en un momento del tiempo: aquel que siguió a la muerte de Kalikrates, Su Amado Eterno, a quien decide esperar a través de los años. En la novela, se plantea la eternidad del instante y su congelamiento, la detención en el tiempo amoroso; establece un compás de espera por ese hombre que atravesará, alguna vez, el portal de la muerte. El tiempo tiene el sentido de lo valioso, de lo imposible de recuperar y del precio necesario de pagar por lo que es más certeza que promesa: Ayesha tiene, en la tierra, una parte del Edén. Es allí donde las almas/los espíritus, tienen su lugar por fuera del tiempo; donde el ser humano puede pensarse en una suspensión sin cronología. No hay promesa religiosa sin promesa de un devenir eterno y placentero, sin sobresaltos, feliz. Haggard parece hacer notar que no es posible el paraíso sin la detención del tiempo: Ayesha necesita un marco de realidad que sustente la inmovilidad y tiene el poder necesario para lograrlo: si lo desea, es inmortal. Por eso la geografía humana se completa con un séquito de esclavos que, generación a generación, la veneran, la cuidan hasta la propia muerte. Para el tiempo suspendido en la espera amorosa, todo debe quedar inmóvil en el tiempo, como un faro incandescente, una guía para el alma que volverá desde el fondo de la historia.

Fuera del sentido de la eternidad (en todo caso correspondería hablar de una eternidad de tiempo lógico) y en un registro del orden del dar cuenta de sí mismo, Joseph Roth se encarga de tocar la suspensión del tiempo en su relato/nouvelle La leyenda del santo bebedor. Su personaje, Andreas Kartak, atraviesa por dos momentos que no le hablan de su presente inmediato, del instante mismo en el que las cosas suceden, sino de un tiempo transcurrido entre dos hitos –uno lejano, el otro el presente-, de un tiempo que pasó, que se perdió, que transcurrió sin que él tuviera el más mínimo registro del devenir. El pasado es un paréntesis, es una oquedad, una falta que se manifiesta, por ejemplo, en el cuerpo dormido de quien fuera, en todos los modos posibles, su amada. Es ese acontecimiento, vivido casi como una iluminación, el que lo hace reactualizar su pasado, reabrir el tiempo comprimido y sentir, como el golpe de un puño, el paso de los últimos años. Es en esa abrupta salida de la suspensión, donde el personaje se cuestiona a sí mismo, se pone en tela de juicio.

En la primera de las lecturas, la eternidad inmóvil de Ayesha presenta inalterado al sujeto, es decir, su posición frente a la suspensión es de respuesta (Mi amado volverá y por eso espero) a una pregunta amorosa (¿Volverá el amado?); en la segunda, el dar cuenta de sí y su pasado en Kartak, la posición es claramente de pregunta (¿Qué ha sido de mí durante todo este tiempo que no registro haber vivido?) a partir de una respuesta amorosa (Volvió la amada, alterada por la historia). Es en esas sutilezas, matices y profundidades donde la literatura es riqueza. Esté donde esté la pregunta, sea tan imposible como sea la respuesta.

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miércoles, 10 de octubre de 2007

Obscenidad celular

No fue la primera ni será la última. El tipo pulsa dos teclas y se pone en contacto con su madre -a la que llama mami- y le cuenta montones de cosas de una venta de una casa y una discusión con su padre. Y su hermano, pobrecito, que hay que ver si está en condiciones psíquicas de soportar semejante tránsito. Sí: su padre se había ofuscado al punto de decirle que sus palabras de desconfianza eran intolerables, quu qué se creía que era. Pero él iba a defender sus intereses. Y el de su mami. Va codo a codo conmigo y es inevitable escucharlo, como a un bebé que berrea o al chillido hiperagudo de los auriculares del vecino de viaje, que destroza sus oídos a varios decibeles por sobre lo saludable.


El espacio privado se ha desparramado como una mancha de petróleo sobre el mar de lo público. Lo que introduce el uso indiscriminado de la telefonía celular es que destila aquello que durante muchos años el pudor hizo permanecer en el ámbito de lo íntimo. Ahora, todo se despliega como las plumas del pavo real. Es imposible, a priori, saber qué contamina esa mancha, qué encubre y qué representa. Quizás el punto más extremo de esta obscenidad celular fue el registro -y posterior publicación- del ahorcamiento de Saddam Hussein, tomado con el celular de uno de los asistentes a la ejecución. Las empresas dirán que no son responsables del uso indebido, molesto para terceros, nocivo o lo que fuere. Que ahí talla cada usuario particular; cada sujeto. Quizás ahí esté la huella más inquietante: sólo se puede leer como una forma de la degradación del lugar de ese sujeto, de lo privado y de lo íntimo, del pudor. Signo de los tiempos, cantaría Prince...

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jueves, 4 de octubre de 2007

Blind Melon - Classic Masters

Capitol - 2002


A siete años de la muerte por sobredosis del cantante Shannon Hoon, el sello Capitol lanzó un compilado, con tanto éxito que reflotó la fórmula poco después. Este disco es un panorama de la música de una banda que no logró sobreponerse a la temprana muerte de su líder natural. Recién con la edición de este collage de los temas más populares, los Blind Melon volvieron a picos de venta similares a los que lograron con uno de los temas más conocidos, más representativos y el más exitoso que produjeron: No rain, incluido en el álbum en cuestión. No puede saberse a ciencia cierta qué hubieran producido los oriundos de Mississippi de no haber mediado una sobredosis de cocaína. Pero sí puede lamentarse tener un universo acotado de guitarras que van del hardcore al folk; de esa voz que parece columpiarse entre los registros de Eddie Vedder y Axl Rose; de esa música de la cual Classic Masters es, sin duda, una excelente exposición.


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miércoles, 3 de octubre de 2007

El inclasificable David Lynch


Es muy interesante ver cómo la prensa argentina se pelea a golpes contra la inteligencia para poder resumir, capturar una idea, una reseña que permita darle un marco crítico a Imperio, el nuevo film del siempre nuevo David Lynch. Resbaloso como una anguila, escurridizo a la maquinita de etiquetar, el director norteamericano pone a prueba, una vez más, un concepto que se le escapa a los críticos de los grandes medios de comunicación: arte. ¿Cómo decir, desde el lugar de un crítico que funciona en base a los incentivos de las distribuidoras, que no entendió un ápice de lo que es, sencillamente, ininteligible e inexplicable? Se escapa el argumento porque en la obra de Lynch hay trama. Y para ello se necesitan instrumentos mucho más sofisticados de los que se usan que para producir una extensión ¿cinematográfica? de un programa de tevé con las caras visibles de los grandes picos de rating. Hay narración, no hay un relato lineal y mucho menos artificios que hacen que una película parezca más inteligente de lo que en verdad es. La obra de Lynch carece de flashbacks y flashforwards; prescinde de la cronología y de la diacronía; no hay ni un relato que se cuenta del fin al principio, ni una parábola de tiempo; cosas que no son más que versiones de un mismo modo de medir la vida biológica. En las últimas películas de Lynch no hay más que subversión del tiempo. Nada que no estuviera puesto en Eraserhead; nada que no estuviera conceptualizado en Twin Peaks, el fuego camina conmigo; nada que no soporte, en medio de la febril y apasionada construcción narrativa del norteamericano, el viaje de un viejo tierno en su cortadora de pasto para ver a su hermano de quien lo separa no sólo la distancia geográfica en Una historia sencilla.

Es correcto decir que su cine es una profunda herida, incluso una llaga y, por qué no, algún modo de cura. Es correcto decir que es un genio, que le ha dotado al cine sonoro de un universo particular. Es correcto decir que es esperable que lo que siga a Imperio sea una torsión más sobre el mundo narrativo o una película con un desarrollo más apropiado al mercado. Es correcto decir que si hay una lengua que se parece a lo que Lynch pone en fílmico es la lengua de los sueños, lo onírico con su relax, sus tiempos muertos, su presión agobiante, su punto de fuga hacia la muerte. El problema de la corrección es que no sólo implica un concepto acertado, muchas veces representa lo que debe decirse para no parecer lo que se es. Lynch y su obra es una forma de pesadilla de la que no se puede despertar. De la que para poder escapar, paradójicamente, es cerrando los ojos y durmiendo: la ilusión de que el demonio y lo siniestro son un mal y aburrido producto enloquecido; sumergiendo al fugitivo en lo más profunda de sus oscuridades.

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