domingo, 24 de febrero de 2008

Abel Ferrara o la marca de Caín

"Más obscena es la inercia. Más blasfema que el juramento, más horrible es la parálisis. Si sólo queda una herida profunda, debe manar, aunque sólo produzca sapos y murciélagos y homúnculos", escribía Henry Miller en Trópico de Cáncer. Algo de eso parece traducir al cine el neoyorquino Abel Ferrara. Con una obra que opera con la violencia como eje, dio una secuela de películas que han marcado un modo de hacer cine, un lenguaje propio, una huella digital plasmada en fílmico. Basta con recorrer alguna de sus escenas más logradas, basta con leer el borde despiadado de los guiones que ha puesto en pantalla.

Es probable que pueda considerarse a Un Maldito Policía como uno de los puntos cumbre del cine de Ferrara, al menos el que le dio proyección comercial y el reconocimiento de un público más numeroso. Una película donde hizo una yunta tremenda con un Harvey Keitel en su mejor forma. Sin embargo, es en su antecesora, El Rey de Nueva York, donde está en carne viva la esencia de su estética y de su lengua cinematográfica. Lengua despiadada que no ahorra en apuntar con certeza al hueso mismo de lo que narra, poniendo en escena una ajustada coreografía muchas veces siniestra, una argamasa que invade el cuerpo del espectador y lo acosa hasta la angustia. Es en la sequedad, en la violencia que no necesita exhibirse (y que se disfraza de inmutabilidad en la piel de ese inmenso actor que es Cristopher Walken), donde está la naturaleza del relato, la tensión; el ojo puesto en narrar, en transmitir. Y estampa su firma, el rastro genético, en finales operísticos con muertes violentas en espacios públicos. Con los altibajos de toda obra puesta en perspectiva, Ferra ha logrado lo que pocos: un discurso que se destaca de los otros, un manejo personal del tempo y de Lo Real, un trazo narrativo que responde a su arte; su propia marca, la que lo nombra y lo distingue.

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miércoles, 6 de febrero de 2008

La melancólica muerte del Chico Ostra

Tim Burton
Anagrama - 1999


La obra de Tim Burton me parece tan buena que carezco de cualquier infructuoso intento de objetividad al apreciarla. Su incursión en las letras es a través de un bestiario infantil que expone, con la rigurosidad de la palabra escrita y el dibujo alusivo, la forma más descarnada de su estética. Sólo basta con ver al Niño con Clavos en sus Ojos en su apabullante inmovilidad, por tomar un ejemplo que me conmovió, para saber que uno va a atravesar un libro que lo dejará con una sensación de cansancio, un puñado de angustia que se manifiesta en el cuerpo, con picos de humor negro y vidas y muertes descarnadas. La poesía de Burton se urde con lo ingenuo, lo infantil y lo mórbido; y construye la narración apoyada en el impacto visual de los exquisitos dibujos en acuarelas nacidos de cabeza y manos del señor Tim. Incluso, sobrevive a la espantosa traducción de Francisco Segovia que hizo lo posible por destrozar el texto y que se pone delante de la obra inventando un personaje inexistente con el (adjetivar como le plazca) nombre de ¡Paquito Serra! Sugerencia para quienes lean en inglés: ir al final del libro donde el texto está en su idioma original, a forma de un mea culpa de los secuaces de Herralde.

La melancólica muerte del Chico Ostra propone una galería de personaje rayanos en lo siniestro y lo horroroso que, en su camino arman un collage, una barrera para detener otros miedos. Si bien el libro tiene todo para considerarlo provocador de agobio y desazón, su lectura no será una pesadilla. Aunque exponga esas vidas como llagas sin ninguna anestesia, el final de boca de la lectura será cercano a la melancolía, como lo anticipa el título. La tristeza que inyecta al leerlo es el motor de la lectura, el humor negro el combustible, un cuento de hadas oscuro y siniestro, el resultado. Son niños excluidos, marginados; son aberraciones estéticas; fallidos acontecimientos de sus padres arrojados a zanjas de los más diversos órdenes; freaks arrojados a su propia suerte. Si uno recortara el universo en esos niños, lo normal dejaría de ser lo que es. Ese es el mundo que construye Burton: un mundo fantástico donde lo verosímil es capaz de asimilar hasta la más afiebrada imaginación. Esa construcción es la que hace de Tim Burton un gran artista.

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Fiona Apple - Extraordinary Machine

Versión No Oficial - 2003
Sony - 2005


El tercer disco de Fiona Apple tiene una particularidad de la que mucho se ha hablado: fue censurado por la discográfica Sony, imponiéndole a la artista una refactorización de su disco por encontrarlo poco comercial. Movimiento Free Fiona incluido, Extraordinary Machine produjo un efecto de lo que hoy Radiohead formaliza: la distribución de música por la red de redes. El disco original, producido y orquestado por John Brion, circuló de forma clandestina hasta que la Sony lo puso en manos de Mike Elizondo para suavizarlo y hacerlo más potable y/o digerible, vaya a saberse para quién... Ya lavado y planchado el disco salió formalmente a la venta. El ambiente de cabaret, la orquestación, la experimentación, la aspereza son algunas de las razones para conseguir la primera, única y auténtica versión de este disco que sorprende por sus texturas y su exquisita -aunque no suave- interpretación.


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Bony: la advertencia estética del 11-S

La muestra Oscar Bony, el mago, realizada en el Museo de Arte Latinoamericano de Buenos Aires (MALBA) tiene un plus que va más allá del valor de la obra de este artista plástico nacido en Misiones en 1941 y fallecido en Buenos Aires en 2002. Bony realizó una serie de trabajos en los cuales utilizó como soporte fotografías de gran tamaño y sobre las cuales disparó con una pistola 9 mm. Series tales como suicidios o el triunfo de la muerte, provocan, en algunas de las fotos que las componen, una sensación fuerte al momento de ser vistas; sea por la situarnos frente al artista que conserva un rictus de neutralidad que desentona con el agujero de bala en el centro de su cabeza; sea metaforizando su producción con lo religioso en el punto más alto de estos trabajos: un primerísimo primer plano de la cara artista coronado de una sucesión de agujeros de bala en la frente bajo el nombre de corona de espinas; sea por lo que pueda teorizarse respecto de la superposición del disparo de la cámara fotográfica con los disparos del arma que completan la obra con agujeros, valga la aparente contradicción.

Al recorrer la muestra siguiendo el sentido propuesto por la curaduría, uno llega a toparse con el plus: la exposición de una foto en blanco y negro de Nueva York del año 1994 en la que se ven las Torres Gemelas, cada una con un disparo de bala y, a su lado, una ampliación enorme y pixelada de un fotograma a color con una de las torres en llamas y el segundo avión usado en el atentado a punto de impactar en su gemela. Esa comparación con el atentado, que parece estar hablando de lo anticipatorio y lo profético en el arte, puede ocultar lo más potente de la composición de las dos fotos: el fotograma ampliado está enmarcado y firmado por Osama Bin Laden, lo que sitúa al atentado en el lugar de una obra de arte. No está explicitado si si fue el propio Bony quien hizo uso de ese recurso componiendo una extensión de su obra o si fue una exclusiva ocurrencia de la curaduría, lo que poco importa a los fines de la idea que transmite: la foto de Bony es una advertencia estética de la muerte, y resignifica como tal al resto de su obra con disparos. Construir esa metáfora, de tradición clasicista, partiendo de la coincidencia de la obra con el atentado es una arriesgada y necesaria elección. Quizás sea ese el mayor logro de esta muestra.

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